Con vuestro permiso (que no con vuestra autorización –pero si con el consentimiento de El Lagarto que gentilmente a accedido-), me voy a tomar la ligereza de insertar un relato que se aparta del perfil para el que fue creado este blog, en cuanto a su línea de narraciones y que podría ser muchísimo mas largo, pero que no sería éste el sitio para publicarlo ni el momento ideal para dedicarle el tiempo que ahora estáis empleando para leerlo.
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Un día de invierno, cualquiera, la única referencia es que hacía frío. Fue un encuentro provocado, sabía de su existencia, porque la atracción se había producido mucho antes. Varias veces la había mirado de cerca pero el deseo de tenerla se sentía tan lejano e imposible como un amor platónico.
Este día frío y triste, escaso de luz, propio de los más cortos del invierno se exhibía en el local mas reluciente que en otras ocasiones. Sus colores claros y azul metalizado, así como las dos piezas que la mantenían en pie sobre el suelo, repelían la luz dirigida en forma de destellos, y toda su estructura resaltaba con mas fuerza que en otras ocasiones, porque sus expositores habían acondicionado la iluminación para atraer la atención de los curiosos, contrarrestando así la tristeza de un día típico de invierno poco luminoso en la calle.
Sin pérdida de tiempo entré en el local con los mismos reparos que puede entrar un hombre en la casa de sus futuros suegros a pedir en matrimonio la mano de su hija, pero con la firme decisión de hacerme su dueño.
De igual forma que para consumar matrimonio formal hay que iniciar un expediente administrativo en el despacho del cura, y que se identifica con un número, en este caso después de una llamada telefónica, según dijeron del otro lado el número era: “ocho, cero, seis tres, con las letras zeta y a delante”. Curioso: estas letras se atribuían el orden de última y primera del abecedario. Así mismo y a modo de cursillo prematrimonial tendría que superar un examen, para poder ir por la calle cumpliendo todos los requisitos legales.
Por mi parte acepté todas las condiciones, me la llevé a casa y estuvimos juntos de una forma clandestina mientras se cerraban los tramites administrativos abiertos, evitando circular entre la admiración de conocidos para impedir rumores de incumplimiento legal y sospechas ante la policía. El deseo de disfrutarla con libertad y en plenitud, era comparable al de dos adolescentes que esperan con impaciencia hacerse mayores para ver cumplidos sus proyectos y deseos.
Transcurrido el tiempo que duró el cursillo y una vez superado el examen final que marcaba la raya de la ilegalidad, comenzó una especie de luna de miel que, como todas las cosas buenas duran menos tiempo que el deseado.
Apenas tuve tiempo de saborear y disfrutar de sus prestaciones dentro de la libertad que permite lo legal, sabiendo que todo está en orden, un accidente laboral me impidió seguir disfrutando de ella y me apartó de su lado, con lo cual nuestros destinos siguieron caminos muy diferentes.
Durante el periodo de convalecencia y la adaptación a una nueva profesión y forma de vida a la que ya estaba acostumbrado, había pasado mucho tiempo. Mas de 30 años. Esto era demasiado. Pues ella había ido pasando de unas manos a otras, hasta que por falta de las atenciones propias que se merecía quedó en desuso y totalmente inservible.
De la misma manera que en una película policiaca, al investigador le basta un pequeño detalle para localizar al asesino, y de la misma forma que hay recuerdos imborrables como en una novela de amor le ocurre a dos adolescentes que no vieron satisfechos sus proyectos de futuro, yo recordaba la conversación telefónica que tuvo el empleado del local, y desde el otro lado le dictaron los números “ocho, cero, seis, tres, precedido de las letras zeta y a”. Ese número era como el D.N.I. asignado a una persona que le acompañará durante toda su vida, incluso después de la muerte y, éste fue el que sirvió para encontrarnos de nuevo. Por supuesto que no era ni la sombra de como yo la recordaba en el momento de nuestra separación. Efectivamente habían pasado muchos años. Al ver aquella desordenada estructura tuve la sensación de estar ante un cadáver en avanzado estado de descomposición al que ya le faltaba la piel con los huesos descubiertos en forma de hierros retorcidos y oxidados.
El viaje había sido largo y cansado que unido al impacto producido por el reencuentro me sumió en una breve pero interminable ausencia, donde tuve sitio para meditar que el tiempo no pasa en balde para nadie, y di por perdidas las gestiones telefónicas, negociaciones con su último propietario y en definitiva el tiempo dedicado para recuperarla de nuevo.
En estos casos, parece que Dios se apiada de los desconsolados y, como si fuera un enviado de Él, mi amigo y compañero de viaje, Jesús, me tendió la mano en el hombro, me transmitió energía y ánimo suficiente para finalizar el proyecto de recuperarla y restaurarla, en el cual yo le había implicado con anterioridad.
A partir del viaje de regreso cargados con un maltrecho esqueleto de chatarra, otra vez con la ayuda de mi amigo Jesús Núñez, iniciamos una complicada y larga restauración para rehabilitarla, cuyo resultado final vuelve provocar la atención de los admiradores.
El número ZA-8063 iniciaba el expediente para la adquisición de mi primera moto marca Bultaco modelo Mercurio que, por a su impecable acabado, depósito color azul metalizado, ruedas recién cromadas que repelían la luz dirigida por los focos del escaparate, y se presentaba como un vehículo de fabricación nacional muy avanzado para aquella época de los años 60, y por la que tuve que realizar apresuradamente en una autoescuela el correspondiente curso para obtener el carnet de conductor, ha vuelto a ser de mi propiedad.
Su marcha por las calles y carreteras, causa el reconocimiento de los aficionados expertos valorando el trabajo de una restauración muy agradecida. Entre los curiosos e indoctos, causa sorpresa porque la expresión mas corriente es “parece mentira lo bien conservada que está para los años que tiene”. Y para su dueño, satisfacción al límite del orgullo, una vez que ya ha superado la edad de jubilación y la vuelve a tener en compañía.
Un día de invierno, cualquiera, la única referencia es que hacía frío. Fue un encuentro provocado, sabía de su existencia, porque la atracción se había producido mucho antes. Varias veces la había mirado de cerca pero el deseo de tenerla se sentía tan lejano e imposible como un amor platónico.
Este día frío y triste, escaso de luz, propio de los más cortos del invierno se exhibía en el local mas reluciente que en otras ocasiones. Sus colores claros y azul metalizado, así como las dos piezas que la mantenían en pie sobre el suelo, repelían la luz dirigida en forma de destellos, y toda su estructura resaltaba con mas fuerza que en otras ocasiones, porque sus expositores habían acondicionado la iluminación para atraer la atención de los curiosos, contrarrestando así la tristeza de un día típico de invierno poco luminoso en la calle.
Sin pérdida de tiempo entré en el local con los mismos reparos que puede entrar un hombre en la casa de sus futuros suegros a pedir en matrimonio la mano de su hija, pero con la firme decisión de hacerme su dueño.
De igual forma que para consumar matrimonio formal hay que iniciar un expediente administrativo en el despacho del cura, y que se identifica con un número, en este caso después de una llamada telefónica, según dijeron del otro lado el número era: “ocho, cero, seis tres, con las letras zeta y a delante”. Curioso: estas letras se atribuían el orden de última y primera del abecedario. Así mismo y a modo de cursillo prematrimonial tendría que superar un examen, para poder ir por la calle cumpliendo todos los requisitos legales.
Por mi parte acepté todas las condiciones, me la llevé a casa y estuvimos juntos de una forma clandestina mientras se cerraban los tramites administrativos abiertos, evitando circular entre la admiración de conocidos para impedir rumores de incumplimiento legal y sospechas ante la policía. El deseo de disfrutarla con libertad y en plenitud, era comparable al de dos adolescentes que esperan con impaciencia hacerse mayores para ver cumplidos sus proyectos y deseos.
Transcurrido el tiempo que duró el cursillo y una vez superado el examen final que marcaba la raya de la ilegalidad, comenzó una especie de luna de miel que, como todas las cosas buenas duran menos tiempo que el deseado.
Apenas tuve tiempo de saborear y disfrutar de sus prestaciones dentro de la libertad que permite lo legal, sabiendo que todo está en orden, un accidente laboral me impidió seguir disfrutando de ella y me apartó de su lado, con lo cual nuestros destinos siguieron caminos muy diferentes.
Durante el periodo de convalecencia y la adaptación a una nueva profesión y forma de vida a la que ya estaba acostumbrado, había pasado mucho tiempo. Mas de 30 años. Esto era demasiado. Pues ella había ido pasando de unas manos a otras, hasta que por falta de las atenciones propias que se merecía quedó en desuso y totalmente inservible.
De la misma manera que en una película policiaca, al investigador le basta un pequeño detalle para localizar al asesino, y de la misma forma que hay recuerdos imborrables como en una novela de amor le ocurre a dos adolescentes que no vieron satisfechos sus proyectos de futuro, yo recordaba la conversación telefónica que tuvo el empleado del local, y desde el otro lado le dictaron los números “ocho, cero, seis, tres, precedido de las letras zeta y a”. Ese número era como el D.N.I. asignado a una persona que le acompañará durante toda su vida, incluso después de la muerte y, éste fue el que sirvió para encontrarnos de nuevo. Por supuesto que no era ni la sombra de como yo la recordaba en el momento de nuestra separación. Efectivamente habían pasado muchos años. Al ver aquella desordenada estructura tuve la sensación de estar ante un cadáver en avanzado estado de descomposición al que ya le faltaba la piel con los huesos descubiertos en forma de hierros retorcidos y oxidados.
El viaje había sido largo y cansado que unido al impacto producido por el reencuentro me sumió en una breve pero interminable ausencia, donde tuve sitio para meditar que el tiempo no pasa en balde para nadie, y di por perdidas las gestiones telefónicas, negociaciones con su último propietario y en definitiva el tiempo dedicado para recuperarla de nuevo.
En estos casos, parece que Dios se apiada de los desconsolados y, como si fuera un enviado de Él, mi amigo y compañero de viaje, Jesús, me tendió la mano en el hombro, me transmitió energía y ánimo suficiente para finalizar el proyecto de recuperarla y restaurarla, en el cual yo le había implicado con anterioridad.
A partir del viaje de regreso cargados con un maltrecho esqueleto de chatarra, otra vez con la ayuda de mi amigo Jesús Núñez, iniciamos una complicada y larga restauración para rehabilitarla, cuyo resultado final vuelve provocar la atención de los admiradores.
El número ZA-8063 iniciaba el expediente para la adquisición de mi primera moto marca Bultaco modelo Mercurio que, por a su impecable acabado, depósito color azul metalizado, ruedas recién cromadas que repelían la luz dirigida por los focos del escaparate, y se presentaba como un vehículo de fabricación nacional muy avanzado para aquella época de los años 60, y por la que tuve que realizar apresuradamente en una autoescuela el correspondiente curso para obtener el carnet de conductor, ha vuelto a ser de mi propiedad.
Su marcha por las calles y carreteras, causa el reconocimiento de los aficionados expertos valorando el trabajo de una restauración muy agradecida. Entre los curiosos e indoctos, causa sorpresa porque la expresión mas corriente es “parece mentira lo bien conservada que está para los años que tiene”. Y para su dueño, satisfacción al límite del orgullo, una vez que ya ha superado la edad de jubilación y la vuelve a tener en compañía.
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A las plantas, a los animales y a las personas se le coge cariño, pero a algunas otras cosas también.
A las plantas, a los animales y a las personas se le coge cariño, pero a algunas otras cosas también.