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Pasados los días
de bullicio, vuelvo a sentirme envuelto en la tranquilidad que caracteriza a
este pueblo y a reconfortarme con animalitos de otras especies que, también
ellos se sienten mas animados notando mi presencia.
El tiempo
también ha cambiado, se han suavizado las extremas temperaturas del verano, los
días son más cortos, y anuncian las primicias del otoño. Hoy mismo está
tormentoso, las nubes son frecuentes y advierten de las primeras lluvias. Este
cambio continuará progresando y será una constante durante larga temporada en
la que dispondré de tiempo para hacerme amigo de otras especies, como ocurrió
la pasada primavera:
Un pequeño
pajarito, de tamaño inferior al de un gorrión, eligió para construir su nido, el
hueco de la carena del motor de uno de los aviones (ya fuera de uso) que
decoran el techo de mi garaje
Me resulta
curioso que, como lugar escogiera mi casa y como escondite el interior de un aeromodelo.
Se me ocurre que la intención del pajarito era satisfacer mi curiosidad y afición
hacia todo lo que vuela.
Pues nos
hicimos verdaderamente amigos. Mientras él permanecía en el interior del nido empollando
los huevos, justo por encima de mi cabeza, yo distraía el tiempo reparando o
construyendo algo en el banco de trabajo del garaje. Sólo salía del nido para
alimentarse o para defecar. Si a su regreso lo notaba receloso, yo me retiraba
para que entrara con tranquilidad. Siempre procuré no interrumpir el proceso de
incubación.
Una vez que la
cría salió del cascarón, los viajes de la madre (o del pare) –pues no se
notaban diferencias aparentes- eran muy constantes trayendo en el pico
alimentos para el recién nacido.
En momentos de su
ausencia me asomaba al interior para conocer el nuevo vecino y compañero. El nido
era una obra perfecta en forma de túnel. Los materiales empleados pajitas secas para la estructura y
musgo verde para el acabado interior que rodeaba todo el agujero y aparentaba un
confort equiparable al de una habitación lujosamente enmoquetada suelo paredes
y techo.
En el fondo
solo se veía un gran pico abierto de color amarillo que, cuando notaba mi
presencia retrocedía.
Los padres en
sus continuos viajes ya se habían ganado mi confianza y al entrar en el local con
insectos en el pico, se dejaban hacer
fotos y se posaban hasta en el banco de trabajo antes de dar el último salto
hasta la hélice del avión por donde accedían al nido mediante uno de los
agujeros de refrigeración del motor.
Sin duda la
cría en ese sitio estaba a salvo de cualquier depredador, pero el día que
abandonara tan confortable hogar correría mucho riesgo porque no tendría
experiencia de volar en ascendente hasta el aeromodelo y menos de atinar con el
pequeño agujero. Por tanto sería una salida sin posibilidad de retorno.
Yo hacia un
seguimiento diario de la evolución del pequeño y lo tenía bien controlado. Cada
vez era mas atrevido asomándose a la salida
del nido pero sin sobrepasar el umbral. Me preocupaba que pasaría el día que
diera el salto hacia fuera.
Una mañana
entro rutinariamente al garaje y veo la pareja muy excitada volando a saltitos
de pared a pared, a la estantería, a la mesa, al suelo, al tiempo que piaban
alborotadamente y, no se si molestaba mi presencia o me solicitaban ayuda.
La sospecha me
condujo al morro del aeromodelo y, efectivamente: el pequeño había salido del
nido, seguramente detrás de su madre en una de las tomas como un niño
imprudente ajeno al peligro, y con su inexperiencia de vuelo solamente tuvo
fuerza para no estrellarse contra el suelo.
Lo descubrí
agazapado en un rincón bajo una estantería. Quise cogerlo pero se escabulló y
se alejó más de mi alcance.
Ante esta
situación, que no por esperada resultaba menos preocupante, pensé que mientras
no saliera del local, los padres seguirían alimentándolo y protegiendo, en unos
días aprendería a volar y lo conducirían a la salida donde gozaría de libertad.
Con este convencimiento decidí dejarlos solos y no volver por allí en todo el
día para que se tranquilizaran.
Desde el
exterior y mientras me dedicaba a otras cosas veía de vez en cuando entrar y
salir a los padres por encima del portón, lo que hacía suponer un transcurso de
normalidad.
Antes de la
hora de comer pasé al interior para ver si el pequeño se había tranquilizado,
pero no oí ni ví nada, con lo que deduje que los padres le habrían indicado la
salida y ya estarían los tres en el tejado o en los árboles cercanos
disfrutando libremente. Solo cuando me di la vuelta para salir vi en el suelo
junto al portón por donde solía entrar la madre, a uno de los adultos echando
una mirada a su alrededor y creo que también se fijó en mi.
Interpreté este
comportamiento como una despedida, en la confianza de que el próximo año
volveríamos a encontrarnos esperando un retorno al punto de partida como hacen
las cigüeñas o golondrinas que vuelven al mismo sitio, pero también me quedó la
duda de que con esta mirada podía estarme acusando de algo.
Ese mismo día
después de la hora de siesta, cuando el sol ha superado el cénit del firmamento
en su lento caminar hacia el poniente, cuando la fachada de la casa dibuja su
sombra en el patio y en el mismo lugar donde el gato pasa el día estirándose,
descubro unas plumas de ala y un trozo de patita con sus uñas y que por su
color amarillento pertenecen a un tierno
pajarito.
Conozco bien el
comportamiento de los gatos porque los he visto cazar. Tienen un oído muy fino
y distinguen con claridad el cántico de un pájaro adulto y el piar de una cría.
En esta época del año están al acecho de todos los pajarillos que se crían en
mi entorno.
No me cabe
ninguna duda de que este fue el final de mi compañero animalito que, aunque de
otra especie me había encariñado con él, y a pesar del tiempo transcurrido
siento mucha pena cada vez que lo recuerdo